Nunca sé cómo despedirte.
Es verdad, aunque suene estúpido
e
infantil e incierto.
Nunca sé cómo despedirte, porque
en realidad no quiero.
Durante unas horas no somos
más que dedos entrelazados,
susurros compartidos y
notas musicales que se pierden
entre el calor de dos cuerpos.
El sol sobre tu
espalda, tus manos
heladas buscan refugio entre las mías.
El minutero, nuestro
enemigo, incansable
en su camino.
No le importan sentimientos ni actos
ni
opinión, él solo sigue. Entonces te levantas,
tus labios susurran a los míos
«Adiós, amor». Y me dejas con ganas de más.
No quiero decir adiós porque
después de que esas palabras salgan de mis labios
y nuestros pasos tomen
caminos opuestos,
el minutero se vuelve lento y no quiere avanzar para volver a
unirnos.
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